El horno de pan
A mediados del siglo XIX los panaderos romanos horneaban y vendías diversos tipos de pan. Los llamados fornai da stufa o venali hacían pan blanco en forma de panecillos y hogazas de primera calidad "únicamente con la flor de harina más fina”, cuyo precio era el más caro. También estaban los casareccianti o casarecci que vendían hogazas de segunda y tercera calidad, más baratas.
A su vez, los fornai da stufa también se distinguían entre sí por las diferencias de precio de sus productos. Sin embargo, la mayor parte del pan se compraba a los vendedores minoristas, los llamados orzaroli. Tanto la panificación como la calidad de los productos estaban más condicionadas por la demanda de los consumidores que por las normas gubernativas.
Hasta unas décadas atrás, a los casareccianti se les llamaba baioccanti porque vendían el pan a bajocco, es decir, siempre al mismo precio, aun bajocco: lo que variaba era el peso y el tamaño de la hogaza, que se variaba en función del precio del trigo que imponía el Pontífice.
La panificación se realizaba durante la noche. El amasador amasaba la harina en la masera, formaba las hogazas y luego vigilaba la fermentación. El pesador pesaba y cortaba la pasta en porciones según el peso que se deseaba obtener una vez cocido el pan. Luego el hornero regulaba el calor del horno y vigilaba la cocción.
Algunos panaderos, tanto venali como casarecci, también vendían sémola y pasta. Todos debían tener las tiendas abiertas hasta las tres de la madrugada. La costumbre de hacer el pan en casa no estaba demasiado extendida, salvo entre los aristócratas y en las instituciones benéficas que se encargaban de distribuir pan entre los pobres.
El pan, elemento básico de la alimentación popular, estaba sujeto a prescripciones y prohibiciones arraigadas en las costumbres cotidianas. Por ejemplo, las hogazas nunca debían ponerse del revés sobre la mesa (“si no, llora la Virgen”, advierte Giggi Zanazzo) y, si un trozo de pan caía al suelo, había que recogerlo, darle un beso y, si se había ensuciado demasiado para comer, había que echarlo al fuego, nunca tirarlo.