El lavadero
En la economía familiar de las clases populares de la Roma del siglo XIX cada miembro de la familia tenía que contribuir con su trabajo. Las mujeres se encargaban básicamente de tareas en el sector textil (tejedoras, hilanderas) o del vestido (sastras, zurcidoras, costureras, ribeteadoras) y, sobre todo después del 1860, trabajaban en la fábrica de tabaco de Trastévere, donde desempeñaban la función de cigarreras (zigarara).
Las que no trabajaban en estos sectores entraban en el servicio doméstico como sirvientas o lavanderas.
Los lavaderos, lugares públicos equipados para lavar la ropa, eran espacios utilizados básicamente por las mujeres, aunque en menor medida también por los hombres llamados lavanderos cuyo oficio consistía en lavar la ropa de los demás.
Las herramientas de trabajo de una lavandería eran el jabón sólido troceado, la ceniza de leña, la tabla de lavar, el colador (vasija de terracota agujereada en la base), el cubo de madera, el tamiz de cáñamo, la jarra, la tina, el caldero, el hornillo, el cacillo de metal y el palo de madera de dos puntas.
Para lavar y blanquear la colada se utilizaba una especie de lejía, fabricada en casa con agua hirviendo y ceniza de madera, que los romanos llamaban ranno y que podía ser suave o fuerte según de la cantidad de ceniza añadida al agua.
El jabón se elaboraba con los restos de grasa animal. Junto con la lejía era uno de los pocos artículos cuya producción no estaba sujeta a restricciones desde principios del siglo XVIII y, por tanto, cualquiera podía ganarse la vida con ello de forma autónoma.
El procedimiento para hacer la colada era el siguiente: la ropa sucia se lavaban en el lavadero con el jabón sólido troceado, luego se aclaraba y se escurría. De este modo las prendas quedaban limpias aunque no blanqueadas.
Para ello se metían en un cubo de madera forrado con un paño. En el fondo del cubo había un agujero tapado con un tapón, para poder vaciar el agua. Una vez dispuesto el paño dentro del cubo se iba metiendo la colada y entre las capas se intercalaban algunas hojas de laurel para perfumarla. En otro caldero se ponía agua a hervir junto con la ceniza y se dejaba en ebullición varios minutos. Luego se dejaba reposar para que la ceniza se depositara en el fondo. Entonces se tomaba agua de la superficie con una especie de jarra y se vertía en el cubo encima de la ropa cubierta con un paño para evitar que cayese ceniza junto con el agua. La ropa, sumergida en agua hervida con ceniza, se dejaba reposar en el cubo durante toda la noche. A la mañana siguiente, se retiraba el tapón del fondo del cubo para vaciar el agua. Luego se sacaban las prendas, se sacudían, se volvían a aclarar y, por último, se tendían al sol, blancas y perfumadas.
Una figura estrechamente vinculada con el oficio de la lavandería era la del fabricante de jabón, llamado saponaro. En Roma, hasta 1600, los jaboneros coincidían con los aceiteros en el Gremio de Mercaderes de Aceites y Jabones. Y es que ambos oficios solían juntarse en uno, probablemente porque el jabón se hacía con los restos de grasas, tanto animales como vegetales. Además, compartían incluso el santo patrón, San Juan Evangelista, por su martirio con aceite hirviendo.
La pintura está ambientada en el complejo monumental de via del Nazareno, donde las aguas conducidas por el Acueducto Vergine salían a la superficie. De los antiguos, el acueducto es el único que no ha cambiado con el paso de los siglos. Funciona desde la época de Augusto y aún hoy suministra agua a las fuentes de la plaza Navona y de la plaza di Spagna.